Producto .4 VIEJAS


Mercedes abrió los ojos y, sin moverse de la cama, se puso a pensar en el local de su hija, luego pensó un rato en Rita Barberá, en lo que haría para comer, luego otra vez en su hija, en si Trinidad conseguiría trabajo, en la reunión de la noche con sus amigas. El hilo de pensamientos habría continuado de este modo sino fuera por los ronquidos de su marido que la distraían. Acabó por levantarse de la cama refunfuñando quejas varias.
¡Parece una cafetera este hombre!
¡Aquí no hay quien duerma!
Parece que se vaya a ahogar…
¡Parece una olla exprés!
Etcétera.
 De la habitación pasó al baño y de ahí a la cocina. Puso la cafetera al fuego y para cuando el café había salido Juan seguía roncando. Mercedes fue hasta la habitación y desde la puerta le gritó que se despertara, que era un gandul, un dormilón, que ya estaba bien, que cada día igual, que qué cruz de hombre.
Volvió a la cocina, limpió el hule de la mesa con un spontex, puso el plato con las madalenas para su marido, sirvió el café, calentó la leche. Y Juan seguía sin aparecer.
Volvió a asomarse por la puerta del dormitorio y le gritó de nuevo, que era un viejo dormilón, más vago que la chaqueta un guarda, que se levantara de una puta vez, que un día de estos se iba a levantar ya por la tarde. O ya no se levantaría, que se quedaría allí fiambre.
Juan se incorporó a la cama y dijo que ya estaba bien, que ya se levantaba, que vale, que sí, que le dejara en paz, que siempre estaba tocándole los cojones de buena mañana.
Se sentaron los dos a desayunar.
– ¿Hablarás con el Jaime hoy?
– ¿Con el Jaime?¿Por qué?
– Por lo de tu hiiiija, Juaaaan, que cada día te enteras meeeeenos. La licencia para el baaaaar…
– ¡Que sí, que sí, que sí! ¡Que hablare con él, coño! Pero que el ayuntamiento no da más licencias, que están todas dadas.
–Pues nuestra hija necesita esa licencia. Y la necesita ya. Ha invertido mucho dinero en el local ese y se la tiene que dar.
–Bueno, ya veremos. Pero que si no se puede no se puede. Lo tendría que haber mirado antes.
– Tú habla con el Jaime.
– ¡Que síííííííííííí, Merche, que síííííííííííí…!
Juan se levantó y arrastró los pies hacia el baño. Mercedes retiró las tazas y los platos, los lavó en la pica, pasó el spontex por el hule, barrió el suelo y se asomó por el pasillo mientras se frotaba las manos con el delantal. Su marido seguía en el baño. Del fondo del armario de las legumbres sacó un frasco de cristal opaco y bebió un trago.
Mientras hacía la cama salió su marido del baño y dijo que se iba al dominó. Mercedes le repitió que hablar con el Jaime y el dijo que sí, que sí, joder, que sí.
Después de hacer la cama, Mercedes puso una lavadora de ropa blanca, pasó la aspiradora por el sofá, planchó unas camisas, se vistió, cogió el carro y salió a la calle.

En la merecería compró botones y un par de agujas de tricotar. Le pareció que la Esther, la dependienta, había engordado así que le dijo que se la veía estupenda esperando que ella dijera que no, que no lo estaba, que de hecho se había ganado quilos. Pero no, la Esther le dijo que gracias, que últimamente se sentía muy bien después de hacer la dieta de la alcachofa.
"Mientes, gorda" pensó Mercedes.
En la frutería compró patatas, puerros, acelgas, cebollas y ajos y aún así el frutero no le añadió perejil a la bolsa, cosa que la molestó sobremanera pero se reprimió de hacer comentarios porque en la cola estaba la Puri, que era señora muy respetada en el barrio (salió en el «S. La cola del Sintromigas. Por el caminoas ecuatorianas de curar…
ara de una atro grandes arcones, dos abor a ti» en una ocasión) y no quería montar una escena con ella de testigo. Le deseó al frutero, tan sólo de pensamiento, que ardiera en el infierno.
La cola de la farmacia era abundante en señores carraspeando flema y sus cuidadoras ecuatorianas, así que a Mercedes no le quedó tiempo para ir a la carnicería y fue directamente a desayunar con las amigas. Por el camino pasó por la lado de la iglesia y, en un gesto discreto, escupió contra su muro de piedra.
En el Rebost estaban ya la la Mari, la Montse, la Sole y la Asun tomando asiento en la mesa habitual.
– Merche, nena, ¡qué tarde llegas!
– La cola del Sintrom, hija, que no había manera. Todavía no he podido ir a la carnicería.
– Buenos días. ¿Qué van a tomar? ¿Les tomo nota?
– Y el frutero, el muy… No me dio perejil.
– Pues claro, estos moros no dan nada regalao. Y nosotros ¿qué?, aquí les damos todo, todo.
– ¿Me espero y les tomo nota luego…?
– Pues claro, con la Colau esta están todos encantaos; los moros, los negros de las mantas…
– Y los ecuatorianos, Montse, los ecuatorianos. Que tengo la escalera llena.
– ¡Neeeena! ¡Neeeeeeeeena! Que no nos has tomado nota.
– Perdón, es que pensé que todavía…
– Yo quiero un cafetito con leche.
– Yo quiero un café solo largo.
– Un bitter.
– Me pones a mí uno descafeinado de máquina con leche desnatada.
– Sí, sí. Desnatada yo también.
– Una tacita de chocolate calentito.
– Perdón podrían repetir…
– Uuuuuu… Esta chica no se entera de nada.
– Un café con leche… desnatada. Un bitter…
– Y yo uno largo. Solo.
– Y un descafeinado de máquina con leche desnatada. Desnatada eh, desnatada.
– Un descafeinado de máquina con leche desnatada…
– Si pero que sea desnatada eh.
– Desnatada.
– Y me traes un bocadillito de jamón.
­– ¿Medio bocadillo? ¿Un mini de jamón?
– No, no, un bocadillito entero. Y me lo pasas por la plancha.
– Pues yo un cruasán de chocolate.
– Un chucho de crema para mí.
– Pues yo otro.
– Bocadillo de jamón, croasán,  chuchos…
– Y tú Sole, ¿que no tomas nada?
– Hay no sé hija, creo que me estoy engordando…
– Pues toma algo ligerito, nena.
– No sé… Un… ¿Tenéis ensaimaditas de esas pequeñas?
– Se nos acabaron…
– Pues unos churros.
– Churros… Muy bien, ¿está todo?
– Sí, sí ya puedes irte niña, ale… La niña que tenían antes sirviendo era más espabilada.
– Ésta no se entera de nada.
– Si es que hoy en día esta juventud esta atolondrada.
– Todo el día con los movis y esas tonerías.
– Y con la droga, endrogaos que van todos.
– No exageres, Asun. Que tampoco son todos. Además, esto antes era mucho peor, en la época de nuestros hijos.
– ¡Uuuuu! Todo el día endrogaos que iban… Menos mi David, que siempre ha sido muy trabajador.
– De los pocos, hija, de los pocos. La suerte que tienes. Que los míos ya sabes que le daban al porro y a la droga. ¡Y al chumba-chumba!
– ¿El chunda-qué?
– El chumba-chumba, Asun. La cosa esa que escuchaban.
– Ah… El chunda-chunda, el mixibomb.
– Sí, sí, sí﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽chundara antes. Los joovenes de hoy no van a la discoteca. Mis nietos se van todo el dí. Que se iban todo el fin de semana de discoteca y luego no había quien los levantara el lunes para ir a currar.
– Porque los tuyos eran de los de pastillas.
– No, no. Le daban al porro. Que ellos volvían con los ojos hinchaos como globos.
– ¿Eso lo hace el porro?¿Te hincha los ojos?
– Eso y dejarte medio tonto. Suerte que los míos ya se hicieron mayores y se dejaron de tanto droga y ya los tengo casao a los dos.
– Pues mi David nada de eso. Él se iba a trabajar todo el fin de semana. Cogía el puente aéreo y se iba a trabajar.
–¿Se iba a Madrid a trabajar?
- No… Bueno, no sé. Yo solo sé que cogía el puente aéreo. Cada fin de semana. ¡Y lo cansao que volvía el pobre…!
– En fin… ¿Y tu hija, Merche? ¿Qué tal va lo del el bar?
– ¡Ay! Ya os contaré, ya... Que no le dan licencia, que no le dejan abrir.
– ¡Pero si ya tiene el local comprado!
– Ya, pero resulta que se han acabado las licencias en el distrito, no dan más.
– ¡Esto es el acabose! ¿Y como vamos a salir de la crisis esta si no nos ayudan a montar negocios?
– Si tu hija fuera negra o mora le hubieran dado ya ayudas y local y licencia y todo.
– O ecuatoriana, Montse. Que a esos también se lo regalan todo. En bandeja se lo dan. To-do.
– Bueno, Merche, tú  no te preocupes que ya buscaremos una solución.
– Eso espero, hija, eso espero…
Llegó la camarera con los cafés y la comida.
– ¿Le has puesto leche desnatada, nena?
– Sí, señora.
– Porque tiene que ser desnatada, eh.
– Se la he puesto desnatada.
– Des-na-ta-da.
– Sí, señora.
– Nena, este café está frío.
– Lo acabo de hacer...
– Pues está frío. Frío. Esto esta frío.
– Pues ahora se lo caliento, no se preocupe.
– Sí,﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽á frío. Frio. Frío fríse preocupe.nto drogaa la discoteca. Mis nietos se van todo el d, sí, porque está frío. Frio. Frío, frío. Caliéntalo.
– Sí, señora.
– Porque está frío…
– Lo sé.
– Pero frío, frío… Frío.
– Sí, señora.
– Frío.
– ¿Estos son los churros?
– Sí…
– ¡Uy que pequeñitos…!
– ¿Quiere que le traiga alguno más?
– No, no… Bueno, sí. Uno. Un par. Y chocolate pa mojar.
– Bueno Montse, ¿a qué hora hemos quedado esta noche?
– Pues como siempre, después de cenar.
– ¿Y tu marido va a estar?
– Sí, claro, ¿donde quieres que lo deje? Si total él…
– Ay, pues yo no sé si podré venir, chicas…
– ¿Como que no Asun? Por una vez que nos reunimos…
– Es la espalda, Sole, que no me aguanto del dolor, que yo lo paso muy mal…
– No seas quejica, Asun, que no será pa tanto. Que todas tenemos nuestras cosas.
– Buf, pues estoy fatal de las cervicales.
– Y yo sigo con el resfriado ese que cogí en setiembre, que no se me ha acabado de curar…
– Migrañas, a todas horas. Y los nervios.
– Ah, yo de los nervios también. Y las articulaciones.
– Sí, sí, las articulaciones también.
– Y la ciática.
­– La ciática, claro, también la ciática.
– Insomnio.
– Ardores. Cada tarde.
– Pues yo ando estreñida.
– ¡Toma! Yo también.
– Pues suerte la vuestra, que yo ando con diarrea todo el día.
– Hombre, claro. Yo voy estreñida, pero cuando consigo… ya sabéis… pues diarrea también.
– Hay chicas, pero es que a mí lo de la espalda… Es distinto. Que a mi no me deja vivir. Me duele mucho, que cuando llega la tarde no puedo ni caminar…
– ¡Ay que se echa a llorar!
– Es que no sabéis los que sufro yo…
– Pues yo tengo unas pastillas que van fenómeno para estas cosas. Pero te puedo dar pocas solo eh… Que la doctora ya no me receta más y me estoy tomando las que dejó mi marido, que en paz descanse.
– Nada, nada. Dejaros de farmacias y pastillas. Tu Asun te vienes ahora a mi casa que te daré una cosa buenísima para el dolor de espalda. Y natural. Y esta noche te vienes con nosotras.
– No sé, Merche…
– Hazme caso, hija. Ya verás como se te pasa.
– Hablando de otras cosas… ¿Alguien se ha pasado por la mercería de la Esther últimamente?
– Uf, sí. Gordísima.
– Una foca.
– Tanta alcachofa y tanta dieta…
– Y tiene el culo como el de una vaca.
– Ya, ya… pero que no lo decía por ella. Lo decía por su hija, la que a veces despacha con ella.
– ¿La Rebeca?
– Sí, sí, la Rebeca.
– ¿Y qué pasa con ella?
– Pues que viste como una puta.

Las señoras engulleron los churros, el bocadillo, los chuchos de crema, tragaron los cafés, el bitter y escupieron perdigones negros de chocolate mientras hablaban de maridos difuntos, de Diana Ker, de las ratas que se decía que campaban por el barrio, del Coletas, de las edades de las presentadoras de televisión y, cuando llegó la nota, de lo caro que se había vuelto El Rebost.
Pidieron vasos de agua para tomarse las tabletas de Almax y se marcharon cacareando por la calle. La comitiva pasó al completo por la lado de la iglesia y aprovecharon un momento en que nadie atendía para escupir (todas, sin excepción) contra su fachada.
Mercedes y Asun se separaron de grupo y se dirigieron a casa de la primera. En la escalera del bloque, Asun intercaló a cada escalón resoplidos y expresiones de esfuerzo.
¡Ay por Dióh!
­¡Ay mi espalda!
¡Ay cómo sufro!
­Etcétera.
Ya en el piso, Mercedes mandó a Asun a desnudarse y meterse en la ducha. Ella fue a la cocina para coger el frasco de cristal opaco y un bote de cristal envuelto el papel de periódico que tenía escondido al fondo de un armario.
Asun ya estaba desnuda cuando Mercedes entró al baño.  
– Primero esto, que te sentará bien – acercándole el frasco.
– Mmmh… Huele a… a…
– Sí, lo sé. Tú dale un buen sobro.
Mercedes abrió el tarro de cristal y lo apoyó sobre el plato de la ducha, se  arremangó y metió una mano dentro. Poco a poco, y ayudándose de ambas manos, fue sacando el cuerpo de una serpiente muerta que parecía estar enrollada en el interior del tarro. Para cuando la sacó por completo tuvo que ponerse de puntillas y sujetarla con los brazos en alto para que no rozara el suelo con el extremo de la cabeza. La serpiente estaba impregnada de un líquido de color cobrizo, viscoso y brillante.
– ¿Y esto qué es, Merche?
– Ya verás que te sentará muy bien. Esto tiene más años… ¡buf! ¡Si yo te contara! ¿Donde te duele exactamente?
– Aquí, aquí arriba.
Mercedes enrolló parte de la serpiente en el brazo derecho y la levantó haciendo que el líquido resbalara por las escamas hacia el extremo colgante. Con la mano derecha recogía las gotas que iban cayendo. Una vez tuvo la palma llena, la frotó contra la piel de dónde Asun le había indicado.
– Uf, ¡qué frío está esto!
– Luego te das una ducha calentita y se te pasa.
Tras un rato de friega en silencio, Asun dijo:
– Pues antes de que llegaras a la granja, estábamos hablando de la Rita.
– Uy, sí. Qué disgusto, hija. ¡Qué disgusto!
– Sí, con lo elegante que era aquella mujer ¡y lo que la estaban haciendo sufrir!
– Ya se sabe, con los rojos y el Coletas…
– Terrible, terrible… Mari dijo que tú la conociste una vez.
– Hombre, conocerla, conocerla, no… La vi una vez. Y hablé con ella, pero de hola y adiós.
– ¿Y eso?
– Bueno, hace ya muchos años. En el noventa y tres o por ahí. Yo fui a una reunión que tuvimos allí en Valencia y la presidía ella.
– ¿Y qué? ¿Cómo era en persona?
– Pues me pareció una mujer con mucha clase. Y muy sabia. Muy sabia y muy poderosa.

– No me queda chorizo gallego, Mercedes. Tengo del de aquí si quieres. De Vic.
– No, no. Tiene que ser gallego.
– Pues no hay.
– Mireia, hija, que últimamente no tenéis de nada… Bueno, ponme el hígado de cerdo y ya…
– Ay Mercedes, no te pongas así, pero es lo que hay. Anda, ven, que te enseñaré algo que te tnbgo guardado para esta noche.
– No, no. no me des nada más.
– Anda ven, tonta, que ya verás.
Mireia la invitó a pasar a la parte trasera de la carnicería a través de una cortina metálica. Entraron a una sala con suelo y paredes alicatados y cuatro grandes neveras de arcón pegadas a las paredes. Mireia abrió una de ellas liberando un vapor blanca y gélida que se desvaneció en poco segundos. Del arcón sacó una caja cuadrada de porexpan. Le quitó la tapa y se la acercó a Mercedes. Está miró en su interior.
– ¿Es humano?
Mireia asintió.
– Cuatro años. No encontrarás una cosa más pura.
– ¿De dónde lo has sacado?
– Se dice el pecado pero no el pecador.
– Venga, Mireia… Que es curiosidad namás.
– Sólo puedo decir que viene de Europa del este. Y hasta ahí puedo leer.
– Vaya, vaya, vaya… Es perfecto. Sí, sí… Perfecto.
– Te dije que te gustaría.
– ¿Lo traerás esta noche?
– Claro.
                                                                                                            
Cuando llegó a casa, Juan ya estaba allí. Lo sorprendió comiendo pan y chorizo sobre la pica de la cocina.
– ¡Laminero!¡Tragón! ¡Que te pasas el díEnriquel disgustojerle decía a M poner "Tiempo de amor"., quye dehara de una atro grandes arcones, dos a comiendo, que no te puedes esperar ni un minuto!
Él dijo que vale, que sí, que le dejara en paz, que dejara de tocarle los cojones, que solo estaba picando un poco, coño, y que para cuándo la comida.
Mercedes frió San Jacobos, aliñó la ensalada y mezcló el vino del porrón con gaseosa. Lo sirvió todo en la mesa, se sentó con su marido y le preguntó si había hablado ya con el Jaime. No, no lo había hecho. Y ella que muy bien., que siguiera él así, sin preocuparse de su propia hija, de su familia, que muy bien, pero que muy, bien le parecía. Él gruño.
El resto de la comida transcurrió en silencio.
Después de comer Mercedes aprovechó que su marido se había quedado dormido para cambiar el canal y poner "Tiempo de amor" y la pobre mujer no salía de su asombro. Si en el episodio anterior Raúl le decía a Marta que María era ya cosa del pasado, ¿por qué seguía guardando una foto de ella en el cajón de la mesilla? Por suerte quien lo había encontrado era la madre de María, que era más buena que el pan, y no se lo había dicho a su hija para no darle el disgusto aunque seguro que había estado tentada porque en la escena en la cafetería de don Enrique le había dicho aquello a su hija de «nada es siempre del todo seguro» y su hija le decía que para ella había cosas que si y al final la madre que la corta con algo así como, «venga, vámonos que llegaremos tarde a la visita del médico». Y si no fuera poco, la mala de la serie, la Milagros, la hija del notario, estaba intentado seducir al buenazo del Matías tan solo para poner celoso al señorito Federico porque ella cree que no está realmente interesado en ella (aunque Mercedes sabía que desde luego así era) y el pobre Matías, que de bueno es más tonto que un zapato, pues que pica como un pardillo ¿Pero es que no ve que la Milagros no es más que una arpía, que lo está utilizando? Y Mercedes que no se aguataba de la rabia y deseaba (de hecho, se planteaba seriamente) buscar alguna forma para interceder ella en esa situación, de pararle los pies a la Milagros… Y es que a la hija del notario, menuda fulana. Puta, reputa. El único atisbo de luz que ofreció el episodio fue que la hermana de María, la Trinidad, había conseguido ese puesto de secretaria en el despacho de don Jaime, que era un señor muy serio y elegante y que había sabido ver en ella lo inteligente y espabilada que era cuando él le decía que, desde que fundó la empresa, ese puesto siempre lo habían ocupado hombres y ella le contestó que quizás lo que necesitaba ese despacho era un cambio de aire, una perspectiva nueva y que esa podría ser la femenina… Y casi que se le sale la lágrima en la escena final del episodio, cuando ella se lo cuenta a su madre y por fin ven la luz al final del túnel para pagar las deudas que dejó su marido y por las que se había suicidado en la quinta temporada. Pero apenas era una pildorilla de alegría porque en el adelanto del próximo episodio salía como la María se encontraba con la foto y la Mercedes sabía que mañana por la tarde le tocaría sufrir otra vez.

Anna, la hija de Mercedes, llegó al rato con la niña pequeña. Fueron las tres al parque para que la niña jugara y mientras Mercedes y Ana hablaban del asunto de la licencia. Mercedes le aseguró a su hija que no tenía que preocuparse, que ella ya movería hilos para conseguirla cuanto antes. Aquella misma noche si hacía falta. Después fueron a una heladería y le enseñaron a la niña a decir su edad levantando cuatro dedos de la mano. Mercedes estaba convencida de que su nieta era una niña muy lista y que de mayor sería una mujer poderosa.
Ya era prácticamente de noche cuando Mercedes llegó a casa. Como su marido no había llegado se tomó con calma la preparación de la cena, pochando a fuego muy lento la cebolla y cortando cuidadosamente el hígado de cerdo en dados perfectos. Todavía tuvo tiempo de hervir el caldo con los galets antes de que llegara su marido e inundara la cocina de olor a cerveza y fritanga de bar. Y que no, que no había hablado con el Jaime, que lo haría mañana, y que no le calentase la cabeza con que no lo había echo todavía porque no había podido, porque… porque no había podido y punto y total qué más daba si la licencia no se la iban a dar, que ya estaban todas dadas y que qué había para cenar. Mercedes dijo que muy bien, pero que muy bien, que siguiera él así, a lo suyo, en su línea, y que para cenar había sopa de galets e hígado encebollado y que ya podía ir sentándose en la mesa. Juan lo hizo y puso el telediario y Mercedes aprovechó que la tele captó toda la atención de su marido para machacar un par de Dormidinas y echárselas al plato de sopa.
Juan no llegó al Hormiguero que ya estaba roque en el sofá y Mercedes cogió sus cosas y sus botes de cristal y salió.

Se alegró mucho de ver que quien le abría la puerta era misma Asun, y que se mostrada sonriente:
– Huuuuuy, nena, ¡qué bien se te ve!
– Ay, gracias Merche. No sabes el favor que me has hecho. ¡Mano de santo tus friegas! De verdad, gracias, gracias.
– Nada, nada… ¿Y este? ¿Qué hace aquí?
Se refería a un anciano que estaba sentado en la silla de ruedas e intubado, con la cabeza ladeada y la mandíbula caída en peso muerto, pero con ojos abiertos y atentos. 
– La Asún, que dice que le deja aquí en el recibidor porque si no molesta en la sala.
– No sí… Con esa mirada, a mi me da grima y todo. ¿Pero no lo podría haber puesto en la habitación al menos?
–No, porque dice que allí ponemos los bolsos y los abrigos… ¡Qué se yo, hija! Ella sabrá que para algo es su marido. Anda, pasa para el salón que están todas esperándote.
Las dos mujeres entraron al salón. Todos los muebles estaban arrinconados contra las paredes, formando un espacio libre en el centro en el que se encontraban pelando la pava la Mari, la Sole, la Montse y la Mireia. Al ver entrar a Mercedes hubo cacareos de alegría. Mercedes repartió besos y saludos y, al llegar a Mireia, se la llevó aparte.
– ¿Lo has traído? –le preguntó.
–Sí, sí. Está todo listo. Hemos tenido que meterlo en el microondas para descongelarlo que si no, no llegábamos. También hemos hecho ya la mezcla, está todo en el cáliz.
– Pues venga, nenas, ¡vamos  a comenzar!
Las señoras se desnudaron y formaron un círculo. Mercedes trazó con tiza una línea alrededor de ellas y se posicionó en el punto que miraba al norte. Dejó caer la tiza al suelo y la aplastó con el pie. La señoras se arrodillaron entonces y con la cabeza baja y los brazos en alto cantaron el himno negro.
Al terminar bajaron los brazos y los colocaron en forma de cruz sobre sus pechos.
Mercedes saludó al carnero y las señoras le juraron lealtad.
Mercedes saludó a la serpiente y las señoras le juraron lealtad.
Mercedes saludó al cuervo y las señoras escupieron saliva roja sobre el parquet.
Mercedes saludó al gato y las señoras repitieron su nombre cuatrocientas veces.
Mercedes se puse en pie y tomó el cáliz dorado.
Lo alzó en nombre del carnero, del gato, del cuervo y la serpiente. Y bebió de él.
A continuación se lo pasó a Asun, a su izquierda, y también ella lo alzó en nombre del carnero, del gato, del cuervo y la serpiente. Y también bebió de a sus manos, Mercedes dioe.  la lo alzendo o llegva el suelo con el extremode la cabeza. COmenzél.
A continuación se los pasó a la Mari.
Y así sucesivamente.
Cuando ya todas habían bebido del cáliz y llegó de regreso a sus manos, Mercedes dio un paso al frente y vertió su contenido sobre el suelo. Y lo que caía sobre el parquet era un líquido negro.
Entonces le invocó a él, utilizando sus tres nombres.
Y las señoras le invocaron también, utilizando sus tres nombres.
En ese momento un perro negro entró en la sala.

Mercedes despertó al día siguiente y se puso a pensar en Rita Barberà, en Mar.﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ecerouirilón. Que ere tera y todo. o de amor"., quye dehara de una atro grandes arcones, dos ía y Raúl, en que había que cambiar las sábanas y en que Juan no estaba roncando hoy. Abrió los ojos y vio que su marido no roncaba porque no estaba. Le encontró sentado en la mesa de la cocina inmóvil y con la mirada ausente.
– ¿Y tú qué? Hoy no te has dormido como cada día, ¿eh dormilón? Que eres un dormilón.
Juan no contesto. Ni siquiera se movió.
– ¡Pero bueno!, ¿y a ti que te pasa ahora?
– Ha llamado la mujer del Jaime…
– ¿Y?
– Pues que ha tenido un accidente. Esta noche. En el bar. Le cayó encima la campana del extractor.
– ¿Y?
– ¡Cómo que "y"!¡Pues que está muerto!
– Ay por dios… ¿El Jaime?
– ¡Sí! ¡Muerto! Le ha abierto la cabeza.
– Ay, ay que disgusto… ¡Qué disgusto! Si se jubilaba en nada y… Bueno, en fin, ya se sabe, los accidentes…
– Su mujer está destrozada, no paraba de llorar…
– Claro, claro… La pobre Silvia. ¡Y con el extractor!¡Qué horror! En fin… Habrá que llamarla.
– No, mujer. Que ya le dado el p
 falta.﷽﷽isma noche si hacanto antessi no se la lleva cualquiera.ésame. Déjala en paz que ya tiene bastante con lo suyo.
– Si no es por eso Juan. Es por la licencia del bar, que ahora queda libre. Hay que espabilarse que si no se la lleva cualquiera.

Hermanos Alquezar, 2016